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Ventanas de Luz

Nai • 15 de abril de 2020

**Las Nuevas Constelaciones**

-“Te pedimos señor por los fallecidos por esta pandemia. Recibe en tu Reino a María de los Ángeles... “- decía el cura don Carlos el 2 de abril a las 19:48 de la tarde, desde la sacristía de una iglesia sevillana del barrio del Porvenir. Mientras tanto, las hijas de Mari Ángeles escuchaban la petición desde Madrid y Sestao, provincia de Bizkaia, a través de las pantallas de sus respectivas tabletas.

Aquel cura jamás conoció, ni tendrá ya la oportunidad de conocer, a María de los Ángeles. Mari Ángeles. Angelita. Mi abuela. 

Mi abuela fue una mujer creyente, y allá donde esté agradecerá el gesto. Pero seguro que nunca se le hubiera pasado por la cabeza que el día de su muerte, la única parroquia en la que se mencionaría su nombre sería en la iglesia de San Carlos Borromeo en Sevilla, lugar de cuya existencia no era si quiera consciente. Mientras tanto, sus hijas seguían la ceremonia, con la incredulidad que siempre producen las pérdidas, perdiendo su mirada en sendas pantallas, con los ojos colmados de lágrimas.

Mi abuela ya no está en este mundo. Todos la hemos llorado. Cada uno entre las cuatro paredes de su casa. Aún no hemos podido darnos un abrazo. Mi madre me manda fotos antiguas y poesías que escribía mi abuela casi a diario. Me acuerdo de ella y me parece increíble que nunca más vaya a poder ir a visitarla. Sus gafas ahumadas. Su media sonrisa. Sus manos de piel increíblemente delicada y suave. Su pelo blanco, casi azulado. Sus recuerdos familiares. Su “¿tú cómo estás cariño? ¿Estás bien?”. Ya nada de eso está. Solo vive en los ecos de nuestras memorias. El dolor de mi madre tiene que ser desgarrador. Yo al menos tengo a mis hijos pequeños en casa que me mantienen la cabeza y las manos ocupadas todo el tiempo. A mi madre los días se le hacen eternos en esta situación. Intenta perderse en la programación televisiva; en sus trabajos manuales. Pero cada día, cuando hablamos, me dice: “hija, es que no estoy motivada. Es que no me lo creo. No quiero pensarlo, porque me entra la angustia”. No ha podido aún darle un abrazo a su hermana. Aún llegan las seis de la tarde y piensa que tiene que llamar a la residencia de mi abuela para hablar un ratillo con ella antes de que se la lleven a cenar. Solo pide pasar por un duelo normal; con su despedida, sus lágrimas, sus abrazos. Nada más. Nada menos. 

Mi abuela ha muerto por Coronavirus después de 99 años y medio de vida. Y todos tenemos la sensación de que esta no es una muerte digna. No porque se haya muerto por una enfermedad provocada por un virus, sino porque ha muerto sola y aún no nos hemos podido despedir de ella. ¿Cómo acabó el párroco don Carlos en la iglesia de San Borromeo del sevillano barrio del Porvenir pidiendo por una mujer fallecida hacía apenas 15 horas a 900 km de distancia, y a la que jamás conocerá? El nexo de unión es mi marido. Él es sevillano, y su madre, que reside en la capital andaluza, además de católica y practicante, es una mujer con una sensibilidad maravillosa hacia los demás. Cuando se enteró del fallecimiento de mi abuela, nos propuso pedirle a don Carlos que la añadiese a las peticiones en su parroquia en la misa de la 19:30. Y así fue. Nunca se hará a la idea de cuánto significó para mi madre y mi tía tener ese pequeño momento de duelo. 

Hay quien dice que estar viviendo esta pandemia a través de las pantallas tiene algo de siniestro y mucho de frío. Yo creo que es la tecnología la que nos está dando un poco de oxígeno en este confinamiento eterno cuando estamos a punto de ahogarnos. Dejando a un lado que la experiencia no es la misma para quien vive en un chalet con jardín, en un ático o en un piso interior o para el que tiene hijos o el que no los tiene, la tecnología nos está abriendo pequeñas ventanas que nos devuelven momentáneamente la sonrisa. O nos entretienen un rato desviando nuestra atención de la temible realidad. O nos dan un momento de preciado consuelo en las palabras de un amigo. La hiperconectividad de nuestra época nos permite tomarnos una caña a distancia con un amigo a través de la videoconferencia cuando no vemos la luz al final del túnel. Nuestros hijos pueden seguir viendo a sus compañeros de clase y profesores a través de aplicaciones de sus móviles. Los abuelos pueden seguir agarrándose a las sonrisas de sus nietos cuando los días se tornan un domingo eterno en soledad. La redes sociales se están llenando de contenido gratuito para amenizar nuestro tiempo de la mejor manera posible. Los sanitarios imprimen miles de cartas con palabras de ánimo y esperanza para los pacientes, que los ciudadanos mandamos por email desde nuestras casas. Y, en el peor de los casos, cuando llega la inevitable muerte, incluso podemos ver una misa en remoto donde alguien se acuerda de las personas que se está llevando este virus.

Un día miraremos atrás y todo parecerá un mal sueño. Caray, hoy mismo ya lo parece. Pero todas las ausencias que seguirán angustiando nuestros corazones nos recordarán la realidad de lo que vivimos. Nada volverá a ser como antes. El mundo no volverá a ser el mismo. Nosotros tampoco. Pero los que lleguemos a contarlo, estaremos un poco más cuerdos gracias a las pantallas y a la tecnología. Gracias a poder contar con palabras de apoyo en momentos complicados, aunque sea a través de una ventana de luz virtual. Gracias a ese mensaje de ánimo que llega a un móvil en medio de un torbellino de angustia y miedo. Gracias a esos miles de personas que han puesto a nuestro alcance recursos e ideas para entretener a nuestros hijos. Gracias a todo el contenido de miles de plataformas que han compartido cursos, charlas, programas y libros para hacer nuestros días de confinamiento más llevaderos. Gracias a esos profesores creando contenido y adaptando en cuestión de horas sus metodologías para que nuestros hijos puedan seguir aprendiendo y viendo a sus compañeros. Gracias a don Carlos, en la Parroquia de San Carlos Borromeo, por hacer llegar un momento de consuelo a las ventanas digitales de mi madre y mi tía, que encontraron un poco de paz en sus corazones el triste día que falleció mi abuela. Estos dispositivos electrónicos que nos acompañan estos días son ventanas de luz. Y entre todos nos conectamos creando constelaciones. Ayudándonos y alumbrándonos en la distancia, pero sintiéndonos cerca. Más unidos que nunca porque nuestra situación nos une, y sentimos el sufrimiento ajeno más que antes. Somos energía que viaja silenciosa a través del espacio y se asoma por ventanas infinitas; jugueteando entre tus dedos; sumergiéndote en mis ojos. Somos luz.
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