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Instinto maternal

Nai • 11 de febrero de 2020

¿Existe el instinto maternal?

Dicen que el instinto maternal no existe. Yo estoy de acuerdo, pero con matices. No creo que exista instinto antes de ser madre. No parece real que haya una pulsión innata genéticamente transmitida de generación en generación que empuje inconscientemente a las mujeres a tener hijos. Hay muchas mujeres que deciden no tenerlos, y los impulsos no son controlables, así que, esto de tener hijos tiene más papeletas de ser una elección. Una elección socialmente dirigida y reforzada desde el momento en que nacemos (a las niñas nos regalan muñecos a los que cuidar desde que somos bien pequeñas, y se nos deja claro que uno de nuestros objetivos en la vida es estar monas para gustar a los demás y encontrar pareja), pero una elección al fin y al cabo.

Yo, personalmente, siempre he querido formar una familia. Llegado el momento en que, como pareja, pudimos plantearnos dar el paso de tener un bebé por estar bien personal y económicamente, lo hicimos. Y ahora que soy mamá, que llevo tres añitos siéndolo, sé que el instinto maternal no existe antes de dar a luz a tu criatura, pero sí existe después. Dicen que se debe a las hormonas, especialmente a la oxitocina, que hacen que desarrolles un lazo inquebrantable con tu cría y hagas todo lo posible para favorecer su supervivencia. Serán las hormonas, no lo pongo en duda. Pero hay algo dentro de ti que cambia inexorablemente desde el momento en que ves a tu bebé por primera vez. Y no hay marcha atrás.

Anoche estaba durmiendo entre mis dos retoños. Mi Bolinha acurrucada en el hueco entre mi pecho y mi axila. Mi Torpedín dormía a mi derecha, unos centímetros separado, con su respiración tranquila, cálida, despreocupada. Yo me desvelé un rato mirando a estos seres humanos que hemos creado Mr. D y yo. Y tuve uno de esos momentos en los que siento tanto amor, tanta ternura en el corazón, que me cuesta conciliar el sueño.

Bolinha dormida a mi lado por la noche es como una croqueta recién hecha. Pequeña, redondita, caliente, tierna. Pero huele mucho mejor que una croqueta: huele a bebé. Su pelo parece plumón de ave de lo suave que es. Y su piel... su piel está hecha del mismo material que las nubes. Etérea, infinita, deliciosa. Pero, aunque quieras, no puedes retenerla entre tus dedos más de un segundo. Bolinha duerme, y a veces estira una manita para asegurarse que sigo ahí. Y sus delicados y diminutos dedos los siento como palitos de algodón. Lo que despierta mi bebé en mi interior, mientras sumerjo la nariz entre los pliegues de su cuello, intentando retener para siempre ese olor tan tierno, tan dulce, tan efímero es indescriptible. Es, sencillamente, maravilloso.

Nadie entiende a su bebé como una madre. Hay una conexión, serán las hormonas, será lo que sea, que es especial. Totalmente única e irrepetible entre cada bebé y su mamá. Y ahí yo creo que sí se despierta un instinto que nunca muere a lo largo de la vida de una madre. Yo recuerdo claramente la primera vez que vi a Torpedín y a Bolinha. Recuerdo sus caritas, la emoción desbordante, el olor a sangre, el dolor, la calidez de las lágrimas cayendo por mis mejillas sin poder evitarlo. Cortaron el cordón umbilical tras cada nacimiento. Pero el lazo que se empezó a tejer desde su corazoncito diminuto cuando comenzó a latir dentro de mi barriga como un destello de luz en un universo oscuro, hasta mi corazón maduro y ávido, ese lazo invisible no se podrá cortar jamás. Si aprendes a confiar en él, tendrás mucho ganado en esto de la maternidad. Al principio harás caso de muchas voces que hablan desde otras experiencias. Pero cuando aprendas a confiar en tu conexión única con esta nueva personita que acaba de llegar el mundo, encontrarás paz interior. Te permitirá saber lo que quiere tu bebé aun cuando no pueda hablar. Intuir si le pasa algo solo con mirarle la cara. Ser capaz de ver siempre en sus ojos al bebé que fue y al niño que será. Querer quedarte así, tumbada a su lado, dándole seguridad, apoyo y cobijo el resto de los días de su vida.

Bolinha aún es un bebé, pero mi Torpedín ya va siendo más niño. Aun así, me llama cuando tiene miedo, cuando no puede dormirse, cuando se siente solo. Y yo sigo nadando en su pelo, cerrando los ojos e intentando no olvidar este océano de emociones nunca. Día a día, noche a noche, ha ido creciendo y se ha convertido en un pequeño y maravilloso ser humano que ya levanta más de un metro del suelo. Cada día me cuenta más cosas, cada día entiende algo nuevo del mundo. Cada día es un poco más autónomo. Cada día estoy más orgullosa de él, aunque me cueste ver cómo crece.

Anoche pensé que seguramente no nacemos con instinto maternal; es un regalo que nos hacen nuestros hijos cuando vienen al mundo. Un regalo que hace que tu corazón se llene tanto de amor, que tienes la sensación de que se sale por los poros de tu piel porque, de tan inmenso, no puedes retenerlo dentro. Y a veces sientes que no eres capaz de transmitirle a nadie lo que te pasa por dentro. Es tan puro. Es tan magnífico. Es tan animal. Es tanto.
 
Y confiar en ese instinto adquirido, en ese vínculo único, es el paso más importante que puedes dar cuando te conviertes en madre. Como no nacemos enseñados, las inseguridades que provoca esta nueva responsabilidad, el universo nuevo en el que nos adentramos, los mensajes contradictorios de nuestro entorno, hacen que dudemos y a veces actuemos en contra de lo que nos dicta el instinto, ese lazo invisible. Solo para arrepentirnos un rato más tarde.

Estamos de acuerdo en que tener hijos es una elección de cada cual. Pero lo que despiertan en nosotras una vez que hemos decidido tenerlos, es el instinto más maravilloso y fascinante que existe. El instinto que da lugar a la vida. El que mantiene en pie nuestra especie humana.
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